Escrito el 7.12.14 a las 21:12
Oriana Fallaci. Autora de entrevistas célebres de las cuales, con el paso del tiempo, se supo que se las estaban haciendo a ella. La entrevistaron dictadores, terroristas, príncipes y James Bond. Ambientó con ficción la realidad en novelas tan precisas que al final la realidad, derrotada, optó para ser lo que Fallaci había imaginado. En Villa Triste fue torturado su padre por los nazis mientras ella curaba el dolor moviendo armas para la resistencia.
Miguel Delibes. “El cazador que escribe se termina al tiempo que el escritor que caza”, escribió Delibes de él mismo. Anunció su muerte en 1998 al regresar de una operación quirúrgica. “En el quirófano entró un hombre inteligente y salió un lerdo”, dijo. Fue un periodista de talento que olfateaba la redacción como el campo, y en toda su escritura, la de los periódicos y la de las novelas, sobrevive un tiempo en el que él encontraba la paz que exigía su mirada.
Daniel Defoe. Se arruinó tantas veces que acabó siendo panfletista, que es el periodismo de callejón, como los futbolistas que se hacen pateando bolas de ropa. Lo fue a conciencia y tan a lo bonzo que terminó en la picota y salió de allí para hacerse de la MI5 de principios del XVIII. “El miedo al peligro es diez mil veces más terrible que el propio peligro”, escribió.
Clarín. Hacía paliques mordaces y vitriólicos con los que ponía a andar el mundo que tenía alrededor y que le procuró un buen número de enemigos fastidiosos, de los que dan prestigio. “El calor sentimental de las ideas”, dijo de él Pío Caro Baroja, que lo llamó “fiera literaria”. En su obra maestra puso a un cura a sufrir de amores y el obispo le dedicó una carta a los fieles, que ya hay que ser grande para que te dediquen no una columna, sino una pastoral.
Hemingway. Ernest escribía de pie. Cubría las guerras con la petaca en la mano y los soldados le pedían selfies mientras volaban las bombas como Martin Sheen reclamaba surfear en un bombardeo vietnamita. Fue reportero legendario porque vació las tripas en novelas y cuentos que utilizaba para esparcir su hombría y su talento martilleado por la Stein, que le reclamaba frases cortas y repeticiones casi musicales. Se disparó a sí mismo ante la imposibilidad de seguir disparando a los demás.
Carmen Rigalt. Ha devenido en dama con una peculiaridad abrasiva: conserva la belleza de la juventud y del talento, como si éste se le hubiese pegado a la piel de forma desesperada. Sus artículos no se cansan. Tiene la mordacidad de la adolescente encerrada en casa y las negritas de quien no conoce el mundo, sino que lo pasea. Escribe a la espalda de todos, como Umbral.
Charles Dickens. “Pude haber acabado siendo un pequeño ladrón o un vagabundo”, dijo. Lo fue incluso como cronista parlamentario, donde quien no es vagabundo no vale para otra cosa. Luego hizo crónica de su vida y creó los personajes entrañables y polvorientos de sus novelas.
Chaves Nogales. Han vuelto a las librerías sus crónicas porque hasta los países más infames con sus héroes tienen una segunda oportunidad.
Manuel Vicent. Fue el cronista de la democracia más joven y escribió en El País piezas con las que parecía que nunca se había producido la Guerra Civil por lo que tenían de continuidad dinástica con una tradición de excelencia. Es autor de daguerrotipos a los que conviene volver no para saber sino para seguir sabiendo, por ejemplo de Esperanza Aguirre: “Esta niña ganadera le ha acariciado el rabo al dragón del Leviatán”.
Hunter S. Thompson. Copió primero El gran Gatsby y Adiós a las armas a máquina porque quería desentrañar el mecano del estilo de Fitzgerald y Hemingway. Afortunadamente no salió de la experiencia convencido de haber capturado lo mejor de los dos, como aquel Renaldo que llegó a Coruña diciendo que era una mezcla de Ronaldo y Rivaldo. Fue despedido de un periódico por la única razón por la que debería ser despedido un periodista: estropear la máquina de bebidas.
Thomas Bernhard. Antes de ser uno de esos escritores a los que hay que asomarse con cianuro en los bolsillos (y sin embargo un escritor que procura felicidad a disgusto, como Cioran), Bernhard fue periodista fantasioso, cronista inventor de detalles tan delirantes que de cualquier suceso estúpido hacía una guerra mundial.
Josep Pla. Escribió todo lo que vio y no lo que vieron los demás, lo cual le convierte en un periodista imprescindible. Fue a su manera el cronista del XX sin quitarse, como decía, la boina de payés. Cuando mejor se aprecia lo valioso que fue su testimonio, más allá de las circunstancias políticas del Madrid republicano que describió como un francotirador paciente, es en estas pocas frases a Salvador Pániker: “Ahora estoy muy cansado; mi madre murió hace 15 días, y esto, claro, siempre produce una cierta cosa extraña. Pruebe este vino; no sé si le gustará. ¿Le gusta? Lamento no poder ofrecerle otro”.
Manuel Alcántara. Ha rebajado la cantidad de dry martinis al día y acaba de publicar un libro, una crónica de sus años al pie de las 12 cuerdas. “Es el hambre lo que hace golpear”. Columnista a diario y cronista seductor, caballeroso y de bigote que ha dejado blanquear al sol de Málaga mientras es saludado como una institución, como un ayuntamiento paralelo.
Ruiz Quintano. Llama tanto la atención porque escribe como es y al conocerlo no se puede imaginar uno otra cosa que una de esas columnas suyas de Abc que son como rabos de lagartija, cortas, sobreentendidas, malévolamente divertidas.
Umbral. Fue una fiesta, como París. Desde el spleen de El País hasta los placeres y los días proustianos de EL MUNDO, diario al que Umbral trasladó la bufanda, las gafas y la melena porque, decía, para ser escritor primero hay que parecerse. Último de una estirpe, el mérito de Umbral no fue escribir el final del cóctel sino el principio: el momento en que dejaba a todos con la copa para irse corriendo a escribir lo que pasaría después.
Larra. Se suicidó a los 27 años como una estrella del rock. Hizo del costumbrismo una preocupación fundamental de España. Fígaro criticaba el país y lo sometía a su cáustico destino mientras se enamoraba de una mujer casada que un día le devolvió sus cartas y le dijo adiós.
Carmen de Burgos. Se pretendía abajarla como amante de Ramón Gómez de la Serna, en un cliché de reduccionismo que permanece para las mujeres, pero fue corresponsal de guerra, redactora feroz. Firmaba con el pseudónimo de Colombine y mientras sus contemporáneas bebían de la leche materna ella lo hizo de la tipográfica de su padre.
Elvira Lindo. Una vez dijo que su columna de los domingos era un escenario al que salía a hacer un número, y que éste tenía los tiempos controlados. Pero de ser así, ese escenario está siempre en la habitación de al lado. La novelista ha convertido su articulismo en una suerte de fenómeno de masas a base de hacerlo circular al oído, de señalar aquí y allá los géneros, las voces y las preocupaciones; tiene algo de épica de lo cotidiano.
Tom Wolfe. El periodismo estadounidense se ha distinguido por crear una figura de reportero que escribe vistiéndose. Es al principio del día, cuando se enguanta el traje y quién sabe si los guantes, cuando empieza a poner frases. No para hasta la noche. Wolfe, al que llaman padre del Nuevo Periodismo y de tanto llamárselo un día acabará siéndolo, se viste muy bien y bebe con cierta elegancia. Entre medias, la Underwood.
Julio Camba. Periodismo es escribir tropezándose con el mundo. Camba lo ejerció sin pretensiones, y al acercarse al paisaje lograba que bajo su mirada siempre se apaciguasen las cosas. Esto es debido a la ironía con la que escribía, y también a un rasgo muy acusado de su talento: el de transmitir en directo la vida española.
Pérez-Reverte. Se trajo de Sarajevo una prestigiosa mala hostia que dosifica con temperamento british, acaso influencia de Marías. Cuando calla es cuando más inglés escribe. Su carrera es una especie de faro: la novela que los reporteros tienen criando malvas en el cajón, él la publicó.
Gaziel. En el periodismo español, al contrario que en el estadounidense, no se vestía tan bien pero también se exigían méritos fuera del folio. Concretamente haber cosechado éxito contemporáneo y ser enterrado a toda velocidad de tal manera que nadie supiese si realmente habías existido. Gaziel es uno de los más consagrados al olvido. Tanto, que recordó Arcadi Espada: “Leyéndole en su propio periódico, al que sirvió y quiso con obsesiva tenacidad y que convirtió en el primer periódico moderno de España, no dejaba de pensar en la extravagante anécdota de que su nombre no pudiese imprimirse en el periódico durante muchos años, por causa de las disputas y traiciones de la guerra civil que lo enfrentaron con su editor, Carlos Godó”.
Raúl del Pozo. Es lo mucho y bueno que queda en Madrid del diario Pueblo, ese diario del que Reverte dijo que se daba “la mayor concentración imaginable de golfos, burlangas, caimanes y buscavidas por metro cuadrado”. Entre ellas había un tipo afilado y hambriento que llegó de provincia y que es a donde se mira ahora para saber por dónde va el viento. Conserva melena en la vejez, como Mick Jagger. “He visto en todos los ojos y ahora en la vejez me doy cuenta de que sólo encuentro paz en la mirada de un perro”, dijo.
Gay Talese. Hacía reportajes que le llevaban unos años y que luego publicaba en medio de un estrépito sordo canonizando la profesión, macerándola de tal manera que en trabajos como Honrarás a tu padre lo único que sorprende es que Talese no haya acabado de Don.
Fernández Flórez. Era tan desconsideradamente gallego que escribió un bosque animado, quién sabe si impulsado por sus años haciendo crónica en el Congreso de los Diputados. Era antitaurino, una excentricidad en escritores y articulistas de la época.
Margarita Nelken. Empezó a los 15 años escribiendo un artículo sobre Goya y la Historia de España casi la deja dentro de un cuadro de él. Rechazó el voto femenino porque no veía a la mujer madura para tales menesteres. Cuando ellas pudieron votar, la socialista Nelken contempló absorta cómo en España ganaba la derecha.
Ruano. Tenía un talento tan descarado y desacomplejado que escribía a todas horas y en Madrid aún se están publicando ahora sus artículos.
El Mundo, 30/05/2014