Pontevedra 501
Escrito el 1.04.13 a las 9:51
Quiero decir que las cosas se hacen y se deshacen, y uno siempre piensa que va a pasar algo y al final nunca pasa nada.
Quiero decir que las cosas se hacen y se deshacen, y uno siempre piensa que va a pasar algo y al final nunca pasa nada.
Esta semana tuvimos en la Redacción esa escena que elevó The Wire a la antología deslavazada de la agonía de la prensa: la reunión de la plantilla en el centro con los responsables de la empresa anunciando recortes. Desde hace cuatro años, la reunión más repetida en las redacciones de los periódicos es ésa. Tanto, que el miércoles, al juntarnos y escuchar lo que tenían que decirnos, me encontré con un compañero de otra sección y se me escapó el «nos hacemos viejos, que sólo nos vemos en los entierros».
La noticia es conocida: Diario de Pontevedra despidió a su director, Antón Galocha, y nombró a Pedro Pérez como nuevo responsable. Desde que me prometí a mí mismo hace un año dejar de escribir de periodismo salgo a artículo por semana. Y aunque esté metido hasta el cuello, empieza a no haber cosa más obscena que periodistas escribiendo sobre periodismo, que es como llamar a un fontanero a que te arregle el lavabo y en lugar de eso se siente en el sofá a explicarte las claves del cambio de paradigma de la fontanería. Y luego te cobre.
Hoy al menos sé que mañana no cogeré el periódico y diré: «Soy pesado hasta cuando no me autoplagio». Esta página al fin y al cabo la inventó Antón Galocha, que me la propuso hace un año, como me propuso cien mil cosas en la última década y todas aceptadas (hasta posar en una revista vestido de novio, algo que entendí porque entonces aún era el más guapo de la Redacción) con la convicción de que servirían para crecer. Con la inversión detrás de El Progreso reinventó la cabecera, rediseñó el periódico -que es un periódico de autor- y llegaron con él un enorme puñado de periodistas que, con los que ya estábamos, le dieron forma a un producto que muy fatigadamente, con sus errores y sus aciertos, sus penas y sus alegrías, hacemos con esfuerzo todos.
Les diré algo ahora que estamos en confianza: entre 1999 y 2003 este diario vivió una excitación permanente. Al hecho ayudó el que entonces éramos muchos unos deslenguados veinteañeros que nos acostábamos a las siete y estábamos a las once haciendo preguntas en rueda de prensa, pero también el estilo impuesto en las páginas por Galocha, que llegó con 41. Entró el color, se armaron maquetas arriesgadas que al final acababan premiadas en Viena, montamos suplementos y un día de verano se me pidió un reportaje «porque hace mucho calor». Nos fuimos Delmi Álvarez (fotógrafo singular, peculiarísimo y de talento insomne que bramaba cada vez que tenía que hacer fotos de alcantarillas desbordadas) y yo con el coche a buscar el calor y nos salió una pieza dadaísta de imágenes tremendas, como una vieja con el luto puesto tirando de una bala de paja al lado de la playa llena de Montalvo. Aprendí entonces que uno escribe dependiendo de la caja; el contexto gráfico se prestaba al rock&roll.
Fue tanta la diversión y tantas las historias que nos pasaron, dentro y fuera del periódico (aquel Anxín preguntándole literalmente a Peñafiel por el «pericazo de Marichalar» y Peñafiel dando dos pasos atrás, balbuceando) que nunca las escribí y dudo de que esté a tiempo, al estilo de Lemmy Motorhead: «Fue una época estupenda el verano de 1971. No lo recuerdo, pero nunca lo olvidaré». ¿Qué pasó después? Nada extraordinario: nos hicimos periodistas. Los que venían de la carrera ya tenían experiencia; los que no, habíamos aprendido la enjundia teórica del oficio, preferiblemente para traicionarla. Miro hacia atrás no sin vergüenza: la contraportada del suplemento de Cultura que yo coordinaba la ocupa un texto en el que narro mi masturbación con Pamela Anderson con foto de ella en semitetas. ¿Y qué iba a hacer con 23 años, dedicársela a Pere Gimferrer?
Galocha nos dejó madurar a los jóvenes, nos baqueteó de aquí y allá y con los años unos ya pudimos enfrentarnos a la noticia como nos propusiésemos, asumir responsabilidades o entrevistar a un Nobel. A mí, como a muchos, fue quien me dio el primer contrato indefinido, que es el único que he tenido en mi vida, y con su confianza me he hecho yo periodista más mal que bien y he mantenido además el estímulo. Porque los que estamos en este oficio por una especie de vocación religiosa tenemos cada cierto tiempo que buscar el entusiasmo para no acabar fichando como un administrativo. La excitación la tiene uno de serie al pisar por primera vez la Redacción pero ha de renovarla luego al pisarla todos los otoños. Lo hice con Galocha, a quien debo más de lo que cree. Afortunadamente el periodismo es el único oficio del mundo en el que si uno madura correctamente envejece hacia atrás.
(Diario de Pontevedra, 27-01-2013)
Javi antes de Navidad colocó un piano en La Cueva, lo cual no deja de tener su lógica porque a veces sólo falta un negro “you must remember this”. El negro de momento es Cris, que el domingo 23 de diciembre se puso a tocar cuando en Pontevedra ya sólo quedábamos unos valientes y un grupo de chicas asustadas agarrándose al piano como si lo estuviese tocando Serafín Zubiri. Por marcharse se habían marchado ya los premiados de AMA, de la misma manera que en la última Copa de Europa del Barça los que llenábamos el Búho Azul éramos los madridistas.
Hace tres semanas nos lo cruzamos mi señora y yo, ella con su visón colgada de mi brazo y yo fumando elegantemente un puro sacando la chistera a diestro y siniestro, como un asesino en serie.
Hay gente que camina de la misma manera que habla, con una determinación inaudita, y las pocas veces que yo me crucé con Eugenio Giráldez por la ciudad parecía ir derecho a sofocar un incendio. Paso fuerte del que desgasta la acera, y un movimiento extraño con el cuerpo como si en lugar de avanzar con los pies lo hiciese con los hombros. Su voz irrumpe de la misma manera, y en ella se reconoce la ciudad pues es escucharla no a través de la radio sino de un espejo. Ese mimetismo es el que le ha procurado a Giráldez ribetes de icono: en Pontevedra no se puede pasar por la Peregrina sin mirar el reloj ni poner la radio a mediodía sin escuchar su voz.
Antes de la charla que mantuvimos ayer en el Culturgal (una conversación que sería sobremesa de haber viandas, con un par de amigos suyos y otros míos rodeándonos; en petit comité, casi susurrando, como una conspiración de traidores) a Xosé Manuel Pereiro le pregunté por lo que nos preguntamos últimamente los periodistas: qué tal respira el muerto. “Queres que che responda o que queres escoitar ou que che diga a verdade?”.
Tiene pinta de estibador de La ley del silencio, con una de esas caras que son una biografía en sí mismas y te señalan los surcos y las pasiones como lo haría un poema homérico, pero en realidad, a traición como una puñalada venenosa, escribe versos.
Irse no debe de ser tan difícil. No digo ya al infierno, de donde uno puede volver, pero sí de cualquier sitio donde uno se sienta a gusto. Lo pienso dos veces en la misma noche, la primera cuando habla Sir Montagu, un rico entrevistado por Poirot en La muerte de Lord Edgware: «No viviría en Londres ni por un millón de libras. Tengo en esta casa una sensación de agradable apartamiento, de paz. ¡Ay!, de esa paz que hemos alejado de nosotros en estos tristes días de grosero materialismo». Lo refuta cariñosamente para sus adentros el capitán Hastings: «Si alguien se llegaba a sir Montagu y le ofrecía un millón de libras, aquel bendito apartamiento y aquella deliciosa paz se irían al diablo». La apelación al dinero en Montagu y la apelación al dinero en cualquier rico, sobre todo cuando es para dar cuenta del sacrificio que hacen al rechazarlo, tiene el sonido de lo falso.
Siempre fue enjuta como un balín y llevó dentro una concejala, que fue como se dio a conocer públicamente en Madrid. Poco, claro, porque en Madrid, donde viven reyes, ministros y futbolistas, un concejal apenas tiene relevancia histórica. En Pontevedra entra un concejal en el Casino y se pone todo el mundo en pie, salvo que sea nacionalista, que entonces se persignan a su paso como la madre de Miguel Baquero cuando vio por primera vez a un negro. En Madrid uno siempre es menos, porque de tantos famosos al final el popular es el anónimo: “Mira, allí está López: vamos a pedirle un autógrafo que como no lo conoce nadie lo conocemos todos”.
“Era una niña como yo y venía con su hermano pidiendo por las casas. Nosotros le decíamos: ‘Baila, Carolina, baila’. Y bailaba. Era guapísima de ojos grandes y preciosos (…) No la conocí después, pero me dijeron que había vuelto a la aldea con un magnífico coche tirado por caballos». Paulina García Lozano vivió 108 años, murió en la década de los ochenta y la que ella conoció no era aún Carolina Otero sino Agustina del Carmen Iglesias Otero. De hecho, es probable que el “Baila, Carolina, baila”, canción popular gallega inspirada en la Bella (“Bailaches, Carolina? / Bailei, si señor / Dime con quen bailaches / Baile co meu amor”), sea fruto de su imaginación, pues Carolina Otero fue un refinadísimo producto de ficción que comenzó con una brutal violación y una huida, como las mejores superproducciones.
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