Entradas archivadas A la intemperie

Un cojo en el Tour

Pero se hizo famoso por los continuos trompazos que se daba -“su cuerpo tiene más cicatrices que todos los toreros de España”, dijo el diestro Cocherito- y, sobre todo, por sus fanfarronadas. El cronista Ángel Viribay cuenta cómo Vicente se presentó en la salida de una larga carrera en Bilbao anunciando a voz en grito que saldría sin avituallamiento para dar ventaja a sus rivales. Nadie sabía que unas horas antes sus amigos habían ocultado cazuelas de bacalao en diversos puntos del recorrido. El Cojo se escapó pronto, por el camino devoró a escondidas las tajadas de bacalao y llegó primero con muchos minutos de margen. Para completar el circo, entró en meta con un perro atado a su manillar.


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WTF

Siempre amé las palabras. La eufonía que exhala de su combinación.


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Mi llegada a Madrid

Julio Camba, Arriba (8-IV-1951)

No he sostenido yo nunca el que, al ir a esperarme a la estación de las Delicias cuando regresé enfermo de Lisboa, Antonio Díaz-Cañabate no hubiese tenido más intención que la de hacerme un artículo necrológico. Me lo hubiese hecho, desde luego, tan pronto como yo me hubiese descuidado lo más mínimo en dar señales de vida. Me hubiese hecho un sentidísimo artículo llorando mi muerte como una desgracia irreparable y acto continuo hubiese invertido su importe íntegro en una juerga descomunal mientras yo, bajo seis o siete palmos de tierra, estaría pudriéndome y repudriéndome, no sólo por la acción de los gases que se habrían generado en mi organismo, sino también, y en parte principalísima, por la rabia que muerto y todo me produciría aquella juerga costeada enteramente a expensas mía y en la que yo no podía tener la menor participación. El hecho, sin embargo, de que Cañabate estuviese dispuesto en aquellas circunstancias a escribir mi necrología no quiere decir, ni mucho menos, que se hubiese dado un madrugón y hubiese ido a esperarme con el único y exclusivo objeto de escribirla.

No. Cañabate fue a esperarme a la estación de las Delicias como hubiese podido ir a un festival taurino, a una jira campestre, a una boda de postín, a un entierro de primera, a una comilona castiza, a un desfile de la guardia mora, a una sesión de cante flamenco, a un baile o a un bautizo, y ello es sumamente fácil de comprender porque mi llegada a Madrid se anunciaba con unos caracteres dramáticos que justificaban las mayores expectaciones. Yo era el viejo amigo que, sintiéndose herido de muerte y no queriendo dejar sus huesos en tierra extraña, se venía con ellos a la propia, trayéndolos poco menos que en una espuerta. Los cálculos más optimistas no me garantizaban arriba de una docena de afeitados, si el lector me permite utilizar el afeitado como unidad de medida para computar mi posible duración de enfermo, y, en tales circunstancias, Cañabate se sentía capaz de hacer los mayores sacrificios por mí, incluso el de levantarse a las dos horas o a la hora y media de haberse acostado, ya que el Lusitania Express llegaba aquí, por aquel entonces, a eso de las diez de la mañana.

Esta es la pura verdad. Cañabate se interesó muchísimo por mí mientras yo mantuve ante él mi papel de moribundo, pero cuando vio que mi electrocardiograma era relativamente satisfactoria, que las exploraciones neurológicas a que me sometieron algunos médicos no acusaban ningún trastorno considerable, que mi curva de glucemia no se salía de lo normal, que mis arterias funcionaban bastante bien y que no había en mi sangre exceso de uremia, entonces no tan sólo empezó a considerarme indigno de su atención, sino que hasta me pareció notarle un poco ofendido, como si yo hubiese intentado hacerle víctima de un engaño o como si le hubiese dado una palabra y luego faltado a ella. Y esto es lo que yo le reprocho a Cañabate: el que no me haya hecho caso más que cuando me consideraba en la agonía y luego me haya dejado tirado en un sanatorio durante bastante más de un año sin haber nunca ido a hacerme ni la más pequeña visita.

Yo bien sé que cuando uno cae enfermo, sin haber tenido previamente la precaución de crearse una familia que cargue con él, debe tomar rápidamente una de estas dos decisiones: la de morirse, que es lo serio y lo correcto, o la de ponerse bueno del todo. Sé esto y sé que nadie puede andar moribundeando por ahí meses y más meses so pena de decepcionar a la crítica y de aburrir a la afición, pero las circunstancias son las que mandan y a mí me mandaron suspender de momento todo proyecto de viaje al otro mundo y quedarme en éste hasta nuevo aviso. ¿Que para qué? Esto mismo me he preguntado yo varias veces, pero ahora ya veo claro el motivo: sin duda alguna para estropearle a Cañabate la necrología que había planeado, estimando, probablemente, que el gran escritor debe emplear su garbo y su donaire en temas un poco más alegres.


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Expertos

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Vida de periodista

Este extracto de una carta de a su editor en los años treinta que me envía Txani Rodríguez:

“La vida de una periodista es pobre, desagradable, embrutecedora y corta. Y así es su estilo. Tú, que adoras la encantadora limpieza de cada frase formal y brillante, comprenderás la magnitud de la empresa a la que me enfrenté cuando -después de malgastar diez años de mi vida como periodista, aprendiendo a decir lo que exactamente quería decir en frases cortas-, descubrí que debía aprender, si pretendía acercarme a la literatura y recibir críticas favorables, a escribir como si no estuviera muy segura de lo que quería decir pero estuviera encantada de decir exactamente lo mismo en frases tan largas como me fuera posible”.


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El argentino va a lucirse, por la pinta

Hábleme de la delantera de La Máquina. Moreno decía que bailar el tango complementaba sus entrenamientos. ¿Eran muy noctámbulos?

-Salían el día que tocaba salir. No es que jugaban bien porque iban al cabaret. Tampoco se tomaban una botella de whisky cada uno como se dijo porque la carrera del que se toma una botella de whisky no dura mucho y todos ellos jugaron hasta los cuarenta. A los cabarets se iba a bailar. No eran como los cabarets franceses. En Buenos Aires, la gente iba a ver las orquestas. El argentino es un bohemio diferente. No es el clásico que va al cabaret a buscar minas. El argentino va a lucirse, por la pinta. La anécdota más bonita de aquella época es la del Mono De Ambrosio. Un día fue la banda de Moreno al cabaret Marabú y le dieron diez pesos a una mina para que sacara a bailar al Mono, que no bailaba nada. Todos bailaban menos él. Entonces, se fueron todos a bailar y el Mono se quedó sentado. Y fue la chica y lo invitó: “¿Vamos a bailar?”. Y él le dice: “No sabo”. Le quedó Nosabo para toda la vida. “¿Qué tal, Nosabo?”, le decíamos. Hasta que se casó.

¿Cómo era De Ambrosio?

-Un extremo. Un crack. Partido en cancha de River, contra Huracán. Yo estaba enfrente, en la tribuna. El Mono corría por la banda y estornudó. Vio que andaba el linier por ahí con la bandera levantada. Se la agarró y se sonó la nariz.


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A visita

Levaban tres meses sen ver a Miguel. O rapaz empezara aquel ano na universidade. Os avós estaban orgullosos e non falaban doutra cousa na aldea. Miguel dicíalles por teléfono que estaba ben e que era mágoa non poder ir pasar as fines de semana, como fixera sempre. Non era un neno. Viña facéndose un home. Moita xente coñecíao, falaba del, tíñao en conta. O terceiro día que levaba na universidade saiu do campus e alguén, un rapaz de 15 anos, pediulle un pito e logo preguntoulle a Miguel se pola tarde viría bo tempo, e Miguel mirou o ceo e díxolle que quizáis chovese.

Aquel sábado Miguel levantouse á unha. Mirou a través da fiestra como os avós falaban sentados no banco do patio. Púxose un pantalón de chándal e un xersei. Saiu da casa e chegou ata eles.

Rapaz, cómo vives aquí, xa te queixarás! O avó tiña as mans apoiadas nos xeonllos. Deixei o almorzo na mesa, dixo Miguel, se como agora non como logo. Queres que che vaia preparando algo? Non, avoa, xa como máis tarde. Seguro? Nada, de verdade, non quero nada. Muller, deixa ao rapaz, xa comerá cando el queira.

Miguel volveuse meter na casa. Colleu unha manta e deitouse no sofá a ver a televisión. Un rato despois escoitou os pasos do seu avó, que viña facer a cama e fregar os cacharros da cociña. Cando rematou entrou no salón e fíxose un oco na esquina que deixaba Miguel. Golpeoulle unha perna, sorrindo. Así que a universidade, eh? Miguel asentiu coa cabeza. E vai todo ben? Si, polo de agora. E os compañeiros entón? Ben, avó, polo momento ben.

O avó deixou que mirara a televisión. Botáballe unha ollada de vez en cando sen querer molestalo. A universidade! O primeiro da familia que vai á universidade. Miguel bostezou e estirou as pernas. Que queres para comer, fillo? Non sei, uns espaguetis?, pero se tedes algo feito a min dáme igual. Non, rapaz, facemos uns espaguetis. Avó, non compraches o xornal, non? Comprei, púxeno enriba da cama.

Miguel foi para o seu cuarto. O avó ficou no sofá. Esperou uns minutos por se viña ler o xornal alí, pero Miguel quedou na cama deitado. O vello escoitou pasar as páxinas. Fixo un esforzo por levantarse, cruzou o pasillo e entrou na cociña.

Que quere o neno? Vou facerlle uns espaguetis. E que?, que che dixo?, vaille ben? Si, vaille ben. Está ben? Está. Ti miralo ben? Si, parece moi feliz. Cómo creceu, non si? Creceu moito, si.

Amelia mirou ao seu home, que sentara na mesa. Viña unha tarde boa. O sol estaba no máis alto. No cuarto, Miguel pasaba as páxinas do xornal. Non se oía nada arredor. Xosé levantouse da mesa e foi cara o forno, onde tiña pescado para el e para a muller. Logo puxo auga a ferver, e nunha sartén botou ovos e salchichas.

Na universidade, mira ti!, dixo a avoa, e qué pouca importancia lle dá. Si, seguro que si. Arrea, creceu moito, Xosé! Creceu, muller, xa é o máis alto da familia. Si que é verdade, non me dera de conta: é o máis alto de todos, máis alto que Javier, mira ti, e había que velo só hai uns anos.

Cando a auga xa fervía o home vaciou un quilo de espaguetis.

-Vai sobrar, Xosé.

-Que sobre.


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Domínguez Leiva

presenta hoy viernes en la Librería Couceiro de Santiago (20 horas), acompañado de Miguel Anxo Fernán Vello, su novela

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(que debo a Crítico Constante)


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Fresas con azúcar para don Gonzalo

Lois Caeiro, en y

Con total expresión de tristeza, como voluntariamente solo, aislado en medio del ruido de la gente que se movía de salón en salón en lo que era un homenaje al escritor en Santiago: la entrega del premio Gallego del Año. Es la última imagen de Torrente Ballester vivo que me queda. «Imos vellos, Loisiño», me había dicho la noche anterior mientras me abrazaba en la recepción del hotel; nos habíamos saludado al bajar del coche y había caminado del brazo, hasta la recepción, con Fernanda, su mujer, y un hijo muy joven que luego nos presentaría.

Aquel largo abrazo en la recepción del hotel, mientras esperábamos las llaves, con la perspectiva del tiempo lo vi como una despedida. Cálida y familiar. Atrás quedaban unos treinta años de buena relación.

La retirada voluntaria o necesaria del ruido ambiente en el cóctel del homenaje, aquella expresión de soledad, era el rostro del hombre que da por finalizada una etapa. Sabe que tiene por delante una tarea nueva.

Juan Carlos Pery, hijo del almirante que le resolvió un problema a Adolfo Suárez cuando aceptó sustituir a Pita da Veiga como ministro de Marina tras la legalización del PCE, me pidió allí que le presentase a Torrente. El viejo escritor estaba sentado al lado de una puerta. Daba la impresión de que sufría. Habló un rato con Juan Carlos Pery. Le preguntó por su padre; habían sido amigos. Quiso saber si también él era marino…, la ingeniería de Caminos no pareció interesarle a Torrente. Estaba plenamente lúcido, recordaba y preguntaba. Lo dejamos sumido en la soledad que parecía buscada.

La noche anterior habíamos cenado juntos. Estuvo animado, con golpes de buen humor y socarronería, como cuando una señora muy elegante, que se encontraba en la mesa de al lado, se acercó para, cortésmente, felicitarle y declararle que era lectora suya. La miró de arriba abajo, le dio las gracias y, con Fernanda al lado, me lanzó a mí el mensaje que iba para la señora: es una pena, pero ya voy muy viejo. La capacidad de seducción no la había perdido.

Hizo un recorrido desde aquel primer encuentro en Madrid. Me preguntó por Xoán González Millán, «el chico que estaba contigo cuando comimos la primera vez»; le conté que, por razones de amor, se había quedado en Estados Unidos como profesor y que se había dedicado a fondo a Cunqueiro. Torrente defendió siempre el Nobel de Literatura para el creador de Mondoñedo. Aseguraba que lo hubiese obtenido si escribiese en otra lengua.

Para que Franco pudiese entrar vestido de almirante en Ferrol se produjo la Guerra Civil. Tan original y psicológica hipótesis del desencadenante último de la contienda civil es del escritor ferrolano. Cuando don Gonzalo la contaba, como si se tratase de un hecho constado científicamente, sonreías por lo inimaginable. Replicaba que sólo conociendo a fondo la sociedad ferrolana se podría entender la realidad de su razonamiento. Ser marino era, no sé si sigue siendo, lo máximo con lo que soñaba el sector militar ferrolano. Pertenecer al Ejército, aunque llegase uno a general, era algo menor en aquella ciudad. A Franco le negaron la entrada en la Marina y cuando, todavía en plena guerra, volvió por vez primera a Ferrol, entró triunfante vestido con el uniforme de almirante. Ahí se explica que quisiera ser generalísimo de los ejércitos de tierra, mar y aire: para poder vestirse de almirante y pasearse así ante los ferrolanos. Cierto es que Franco se dio prisa en visitar Ferrol. Y lo hizo con uniforme de almirante. Un psiquiatra con aficiones literarias podría decir algo del uso de ese uniforme que no le pertenecía. Tal como lo contaba Torrente, Franco se vengó aquel día de aquella sociedad ferrolana, que hasta entonces no lo había valorado por no ser marino, a pesar de su brillante carrera militar. Torrente de psicología y pisquiatría sabía, lo demuestran sus obras.

De Ferrol conocía casi todo. El ferrolano como variante idiomática, acuñada por él, tanto para el mejor castellano que se habla en Galicia, y también del bueno de España, como para un gallego, ya entonces excesivamente contaminado. Ferrolano era su mundo de infancia, de familiares relaciones con la Armada inglesa, con América, con La Habana o Buenos Aires; de proximidades con Inglaterra, Londres… La sociedad gallega de sus obras, el mundo que en ellas domina, tiene además otras importantes y fundamentales procedencias gallegas : Pontevedra, Santiago, O Morrazo.

Ese ferrolano le permitía escribir el mejor castellano con la mejor música, para leer en alto, para escucharlo, como a Valle Inclán, aunque la música de la Ría de don Ramón no es ferrolana. Pero es como las notas de la frontera que Carlos Núñez trajo en su primer disco envueltas en nieblas del otro lado del océano. El músico que puso aire de funeral irlandés en el cementerio de Serantes, cuando tanta gente desde todo el país fuimos a despedir a don Gonzalo. Vino también Saramago, que entró en la iglesia cubierto con una capa. Alto, elegante. Sabiéndose mirado por casi todos, avanzó hasta las primeras filas. Ya había empezado el funeral religioso.

Era una bonita mañana de invierno. Ferrol, para Torrente, además de todo ese mundo, era una ciudad geométrica, trazada racionalmente. Eso nos contó más de una vez.

Escribió al margen de modas e imposiciones, como la del realismo social. El reconocimiento le llegó muy tarde. El Don Juan que cité con entusiasmo en el primer encuentro, como su gran novela, y en eso coincidíamos, nada tenía que ver con la estética dominante. La Saga/fuga entró por ser obra total y porque el mundo de Macondo se había apoderado de España. Frente a la dictadura de las modas, el aplauso social le llegó tarde. Pero llegó, aunque en buena medida se le debiese al éxito en televisión de Los gozos y las sombras y a que el realismo mágico se impuso, vía boom suramericano. Por lo tanto, políticamente aceptable.

De la crítica no creo que estuviese satisfecho. Rafael Conte, en Informaciones y en El País, siempre escribió con entusiasmo de la obra de Torrente. Hay que decirlo por justicia para aquel gran periodista. En su tierra encontró un minoritario pero muy activo frente de rechazo a su condición de escritor gallego. Su herramienta literaria era el castellano. Hasta alguna que otra bofetada me lanzaron a mí por defender la galleguidad de su obra, tal como lector compulsivo de Torrente lo sentía entonces, lo entendí después y lo mantengo ahora. Cómo se le puede negar la condición de gallego conociéndole y leyendo su obra. Él lo arreglaba diciendo que no dominaba el gallego como para escribir novelas. Hablaba y escribía el idioma del país. Y lo defendía. Estaba situado en la vida, más allá de los límites provincianos, como gallego. Hacía inevitablemente la referencia al ferrolano.

Intentó el gallego, parece ser, con la Saga/fuga, a sugerencia de Ramón Piñeiro. Pero no fue posible. Tampoco le dolían prendas para decir que si lograse crear su obra en inglés, lo haría. Por puras razones de mercado. Y hablaba de las tiradas de los libros en EE UU. No creo que lo intentase nunca. Ni con La isla de los jacintos cortados, aunque aquellas estudiantes americanas que él tuvo debían leer español

Tuvo siempre encima la losa del falangismo por su vinculación al grupo de Ridruejo. Se desencantaron bien pronto y marcaron distancias con el régimen. Hay un pasado anarquista y de militancia en el galleguismo. La cuestión falangista era un tema del que no huía: fue una ilusión de juventud a la que agarrarse cuando en aquella España todo se desmoronaba. O hay pruebas contundentes o meter a Torrente en otros fangos de aquella época es una inmoralidad.

Le escuché más de una vez contar su regreso a Galicia desde París, tras el inicio de la Guerra Civil, que le cogió en la capital francesa. La sorpresa de encontrarse a viejos amigos, conocidos personajes, vestidos con camisa y correaje de falangistas. Le oí hablar del ambiente de miedo por la propia vida, de la primacía del sentimiento de supervivencia, de las responsabilidades familiares. Frente a la mancha de su colaboración con el franquismo, fundamentalmente con el llamado grupo Escorial, aparece su distanciamiento temprano, lo que evidencia la ausencia de todo oportunismo. La expresión posterior de ruptura, con firma de manifiestos y solidaridades, tuvo un coste laboral y de silencio. Perdió su empleo de crítico teatral y lo echaron como profesor de una escuela militar en Madrid. Estas y otras razones personales -la falta de éxito como escritor- explican que tomase el camino de Estados Unidos como profesor. Fue justo, en su regreso de nuevo a España, cuando lo encontré en Madrid y lo entrevisté en mis inicios periodísticos, todavía estudiante .

El primer encuentro con don Gonzalo Torrente Ballester fue en el Vips de Princesa, en Madrid. Le esperamos allí Xoán González Millán y yo durante algo más de una hora. Torrente no apareció. De regreso ya a la residencia de los jesuítas en Rosales pasamos por delante de una cafetería en forma de hexágono del hotel Meliá Madrid. Allí, pegado a una cristalera, estaba Torrente leyendo periódicos. «Ya me he leído dos veces el ABC y me disponía a almorzar. Creí que no veníais», nos espetó el escritor como saludo de quien se sentía molesto. Tuve que aclararle que no habíamos quedado allí. Le había propuesto la cafetería Vips, próxima al lugar. No la conocía. Le gustó y pedía una para Vigo. En Vips, al fin, pasamos el tiempo de un aperitivo, la comida y una larga sobremesa, «tres horas largas y las recuerdo como un examen de reválida llevado muy de prisa». Lo contaría él luego en Cuadernos de la Romana, que publicaba los jueves en la última del suplemento de cultura de Informaciones. «Creo que a los diez minutos ya éramos amigos», escribió en la primera entrega de Cuadernos de la Romana (Destino, 1975). Fue un largo y detallado examen de su obra con acompañamientos de estructuralismo, que dominaba; de teología y moral, para el Don Juan; de sexo, como una dominante en la obra y en la vida. A partir de ese día vinieron otras muchas citas en Madrid con el escritor que residía en Vigo y que nos convocaba en sus viajes a la capital. Tuvo el detalle de enviar una invitación a un estudiante, como era yo entonces, para asistir el acto de ingreso en la Real Academia. Demasiada solemnidad y tiros largos para un tímido con melenas.

Todo empezó en el parque del Retiro el día anterior a ese largo encuentro en la cafetería de Princesa. Vi de frente a un señor que podía ser Torrente Ballester en el paseo de la feria del libro. Acababa de regresar de su estancia en los Estados Unidos. Los gozos y las sombras no habían llegado a televisión y la fama y el conocimiento público del escritor eran minoritarios. «Anda coño, uno que me conoce», fue la respuesta cuando le pregunté si era don Gonzalo Torrente. Tras presentarme como estudiante, acordamos la cita del día siguiente.

La primera referencia del escritor ferrolano la encontramos en la revista Destino. Era la carta de un lector catalán que hablaba maravillas de la trilogía de Los gozos y las sombras. La crítica no la había recibido. No había noticias. Y de ahí seguimos con tardes en la biblioteca de Comillas-Canto Blanco, donde iban apareciendo aquellos textos que le vinculaban con el falangismo y también las primeras obras, Javier Mariño, el buen manual de literatura…, o la lectura del Don Juan mientras los jesuítas nos retiraban a La Moraleja para reflexionar. Ya no le llamaban ejercicios de San Ignacio ni sembraban el terror del sufrimiento eterno. Era un placer viajar en aquel silencio por las páginas del Don Juan en un auténtico retiro del mundanal ruido.

Una mañana de verano le acompañé en Santiago a la secretaría de la Universidad. En la hora de la jubilación necesitaba un certificado de sus tiempos de profesor en este centro. El trato en la ventanilla y en la puerta de un despacho -no nos dieron paso- fue de estricta y fría burocracia. Que yo invocase el nombre del escritor no sirvió de nada. Nos fuimos molestos. Él dando algún que otro golpe con el bastón. El malestar lo rompió un grupo de estudiantes que salía de un aula de un curso de verano. Lo rodearon. Nada que ver con el clima que acabábamos de encontrar y que a él no le sorprendió. Entre las estudiantes estaba una joven y guapa Carmen Becerra. Hoy es profesora universitaria y gran experta en la obra de Torrente. Creo que en aquel pasillo se conocieron. Comimos en el Estanco y el postre fue de fresas con azúcar. Las sigo pidiendo así.


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No saben lo que no saben

«(…) Internet es un instrumento maravilloso. Es, claramente, el sistema de distribución de información del futuro, pero hasta ahora no distribuye mucha información de primera generación. Más bien, absorbe el reporterismo de las grandes publicaciones, contribuyendo poco, repitiendo mucho e inundándonos de comentarios. Los lectores reciben las noticias de agregadores y abandonan su punto de origen: los periódicos. En pocas palabras, el parásito está matando, poco a poco, el huésped.

Está muy bien recibir información gratis y también que muchas más personas tengan acceso a los nuevos medios. Es cierto que mientras algunos de los comentarios de Internet -como sucede siempre con los trabajos sin editar y sin comprobar- son ideología rampante, ridículamente inexactos y en ocasiones infantiles, algunos son bastante buenos, incluso originales. No estoy blandiendo un argumento ludita (el que ve la tecnología como una amenaza para el ser humano) contra Internet y todo lo que ofrece, pero, por democrática e independiente que sea, no se encuentra uno con blogueros o los llamados ‘periodistas ciudadanos’ en el Ayuntamiento, en los tribunales o en los bares donde se reúnen los policías. No se les ve cultivando y presionando a sus fuentes. No se les ve en instituciones que tengan que rendir cuentas a diario a los ciudadanos.

¿Por qué? Porque el periodismo de calidad es una profesión. Requiere compromiso pleno, diario, de hombres y mujeres formados que vuelven una y otra vez a las mismas fuentes hasta que los mejores de ellos logran saber casi todo lo relacionado con la institución que cubren (…) El reporterismo moderno ha sido el más difícil y, de alguna manera, el trabajo más gratificante que he tenido. Me preocupa que alguien, en cualquier lugar, crea que instituciones tan aisladas y egocéntricas como departamentos policiales, sistemas educativos, legislativos y ejecutivos puedan ser sometidas a ese control por aficionados sin compensación y sin formación. ¿Les va a preocupar mentir y ocultar información a estos aficionados? No saben lo que no saben, algo peligroso para cualquiera, y quienes comprendemos lo sutil y complejo que puede ser el buen reporterismo, su ignorancia, por sincera que sea, nos avergüenza. El propio término de ‘periodista ciudadano’ me suena casi orwelliano. Un vecino que escucha con atención y se preocupa por la gente es un buen vecino, no tiene nada que ver con un asistente social. De la misma manera que un vecino con una manguera de riego para el jardín y buenas intenciones no es un bombero. Pensar otra cosa es un insulto a los asistentes sociales y a los bomberos (…)».

ante la subcomisión de Comunicaciones, Tecnología e Internet del Senado de EE UU en mayo de 2009


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