Más Daisy que Gatsby

De El gran Gatsby, que empieza con un vigente mandato moral que cito de memoria: «Cuando sientas deseos de criticar a alguien piensa que no todo el mundo ha tenido las mismas oportunidades que tú», siempre me sobresalta la escena en la que Nick se encuentra con Tom y Daisy mirando el escaparate de una joyería meses después de la tragedia. Tras hablar con ellos repara en que «hacían añicos cosas y personas y luego volvían a su dinero o a su enorme desconsideración, o lo que fuese que les mantenía unidos, y dejaban que otros se encargaran de limpiar lo que ellos habían ensuciado». Donde dice Tom y Daisy pongan a un matrimonio de banqueros o ministros, refugiados sino en el escaparate de una joyería sí en un consejo de administración. Daisy fue siempre mi personaje favorito de Fitzgerald; la cuidó incluso con más celo que su Nicole de Suave es la noche, acaso porque el extravagante brillo de la Zelda de los años 20 se recrudeció en la siguiente década con la virtud imparable de la locura, y con los locos no cabe la ficción. Pero aquella Daisy que tenía la voz llena de dinero encarnaba un tipo de mujer que perseguí obsesivamente. Chicas a las que nunca les apetece realmente nada y que todo, hasta enamorarse, lo hacen por aburrimiento. Que viven tejiendo a su alrededor una aparente burbuja de frivolidad que al romperla con un diamante, como la rompió Gatsby, hace morir todo alrededor para dejar al descubierto un vacío aún más grande; quieren liberarse, comprando joyas, de escrúpulos provincianos. Esa búsqueda mía cesó con horror cuando comprobé, con el tiempo, que me he enamorado, me he casado y he tenido hijos con mujeres que representaban lo opuesto a Daisy, y de las que a veces pienso que a lo único que se dedican es a tratar de reconstruir las cosas y personas que hago añicos yo, una Daisy absurdamente envejecida, mortalmente cínica.

El Mundo, 23-05-2013