Mi llegada a Madrid

Julio Camba, Arriba (8-IV-1951)

No he sostenido yo nunca el que, al ir a esperarme a la estación de las Delicias cuando regresé enfermo de Lisboa, Antonio Díaz-Cañabate no hubiese tenido más intención que la de hacerme un artículo necrológico. Me lo hubiese hecho, desde luego, tan pronto como yo me hubiese descuidado lo más mínimo en dar señales de vida. Me hubiese hecho un sentidísimo artículo llorando mi muerte como una desgracia irreparable y acto continuo hubiese invertido su importe íntegro en una juerga descomunal mientras yo, bajo seis o siete palmos de tierra, estaría pudriéndome y repudriéndome, no sólo por la acción de los gases que se habrían generado en mi organismo, sino también, y en parte principalísima, por la rabia que muerto y todo me produciría aquella juerga costeada enteramente a expensas mía y en la que yo no podía tener la menor participación. El hecho, sin embargo, de que Cañabate estuviese dispuesto en aquellas circunstancias a escribir mi necrología no quiere decir, ni mucho menos, que se hubiese dado un madrugón y hubiese ido a esperarme con el único y exclusivo objeto de escribirla.

No. Cañabate fue a esperarme a la estación de las Delicias como hubiese podido ir a un festival taurino, a una jira campestre, a una boda de postín, a un entierro de primera, a una comilona castiza, a un desfile de la guardia mora, a una sesión de cante flamenco, a un baile o a un bautizo, y ello es sumamente fácil de comprender porque mi llegada a Madrid se anunciaba con unos caracteres dramáticos que justificaban las mayores expectaciones. Yo era el viejo amigo que, sintiéndose herido de muerte y no queriendo dejar sus huesos en tierra extraña, se venía con ellos a la propia, trayéndolos poco menos que en una espuerta. Los cálculos más optimistas no me garantizaban arriba de una docena de afeitados, si el lector me permite utilizar el afeitado como unidad de medida para computar mi posible duración de enfermo, y, en tales circunstancias, Cañabate se sentía capaz de hacer los mayores sacrificios por mí, incluso el de levantarse a las dos horas o a la hora y media de haberse acostado, ya que el Lusitania Express llegaba aquí, por aquel entonces, a eso de las diez de la mañana.

Esta es la pura verdad. Cañabate se interesó muchísimo por mí mientras yo mantuve ante él mi papel de moribundo, pero cuando vio que mi electrocardiograma era relativamente satisfactoria, que las exploraciones neurológicas a que me sometieron algunos médicos no acusaban ningún trastorno considerable, que mi curva de glucemia no se salía de lo normal, que mis arterias funcionaban bastante bien y que no había en mi sangre exceso de uremia, entonces no tan sólo empezó a considerarme indigno de su atención, sino que hasta me pareció notarle un poco ofendido, como si yo hubiese intentado hacerle víctima de un engaño o como si le hubiese dado una palabra y luego faltado a ella. Y esto es lo que yo le reprocho a Cañabate: el que no me haya hecho caso más que cuando me consideraba en la agonía y luego me haya dejado tirado en un sanatorio durante bastante más de un año sin haber nunca ido a hacerme ni la más pequeña visita.

Yo bien sé que cuando uno cae enfermo, sin haber tenido previamente la precaución de crearse una familia que cargue con él, debe tomar rápidamente una de estas dos decisiones: la de morirse, que es lo serio y lo correcto, o la de ponerse bueno del todo. Sé esto y sé que nadie puede andar moribundeando por ahí meses y más meses so pena de decepcionar a la crítica y de aburrir a la afición, pero las circunstancias son las que mandan y a mí me mandaron suspender de momento todo proyecto de viaje al otro mundo y quedarme en éste hasta nuevo aviso. ¿Que para qué? Esto mismo me he preguntado yo varias veces, pero ahora ya veo claro el motivo: sin duda alguna para estropearle a Cañabate la necrología que había planeado, estimando, probablemente, que el gran escritor debe emplear su garbo y su donaire en temas un poco más alegres.