Fresas con azúcar para don Gonzalo
Lois Caeiro, en y
Con total expresión de tristeza, como voluntariamente solo, aislado en medio del ruido de la gente que se movía de salón en salón en lo que era un homenaje al escritor en Santiago: la entrega del premio Gallego del Año. Es la última imagen de Torrente Ballester vivo que me queda. «Imos vellos, Loisiño», me había dicho la noche anterior mientras me abrazaba en la recepción del hotel; nos habíamos saludado al bajar del coche y había caminado del brazo, hasta la recepción, con Fernanda, su mujer, y un hijo muy joven que luego nos presentaría.
Aquel largo abrazo en la recepción del hotel, mientras esperábamos las llaves, con la perspectiva del tiempo lo vi como una despedida. Cálida y familiar. Atrás quedaban unos treinta años de buena relación.
La retirada voluntaria o necesaria del ruido ambiente en el cóctel del homenaje, aquella expresión de soledad, era el rostro del hombre que da por finalizada una etapa. Sabe que tiene por delante una tarea nueva.
Juan Carlos Pery, hijo del almirante que le resolvió un problema a Adolfo Suárez cuando aceptó sustituir a Pita da Veiga como ministro de Marina tras la legalización del PCE, me pidió allí que le presentase a Torrente. El viejo escritor estaba sentado al lado de una puerta. Daba la impresión de que sufría. Habló un rato con Juan Carlos Pery. Le preguntó por su padre; habían sido amigos. Quiso saber si también él era marino…, la ingeniería de Caminos no pareció interesarle a Torrente. Estaba plenamente lúcido, recordaba y preguntaba. Lo dejamos sumido en la soledad que parecía buscada.
La noche anterior habíamos cenado juntos. Estuvo animado, con golpes de buen humor y socarronería, como cuando una señora muy elegante, que se encontraba en la mesa de al lado, se acercó para, cortésmente, felicitarle y declararle que era lectora suya. La miró de arriba abajo, le dio las gracias y, con Fernanda al lado, me lanzó a mí el mensaje que iba para la señora: es una pena, pero ya voy muy viejo. La capacidad de seducción no la había perdido.
Hizo un recorrido desde aquel primer encuentro en Madrid. Me preguntó por Xoán González Millán, «el chico que estaba contigo cuando comimos la primera vez»; le conté que, por razones de amor, se había quedado en Estados Unidos como profesor y que se había dedicado a fondo a Cunqueiro. Torrente defendió siempre el Nobel de Literatura para el creador de Mondoñedo. Aseguraba que lo hubiese obtenido si escribiese en otra lengua.
Para que Franco pudiese entrar vestido de almirante en Ferrol se produjo la Guerra Civil. Tan original y psicológica hipótesis del desencadenante último de la contienda civil es del escritor ferrolano. Cuando don Gonzalo la contaba, como si se tratase de un hecho constado científicamente, sonreías por lo inimaginable. Replicaba que sólo conociendo a fondo la sociedad ferrolana se podría entender la realidad de su razonamiento. Ser marino era, no sé si sigue siendo, lo máximo con lo que soñaba el sector militar ferrolano. Pertenecer al Ejército, aunque llegase uno a general, era algo menor en aquella ciudad. A Franco le negaron la entrada en la Marina y cuando, todavía en plena guerra, volvió por vez primera a Ferrol, entró triunfante vestido con el uniforme de almirante. Ahí se explica que quisiera ser generalísimo de los ejércitos de tierra, mar y aire: para poder vestirse de almirante y pasearse así ante los ferrolanos. Cierto es que Franco se dio prisa en visitar Ferrol. Y lo hizo con uniforme de almirante. Un psiquiatra con aficiones literarias podría decir algo del uso de ese uniforme que no le pertenecía. Tal como lo contaba Torrente, Franco se vengó aquel día de aquella sociedad ferrolana, que hasta entonces no lo había valorado por no ser marino, a pesar de su brillante carrera militar. Torrente de psicología y pisquiatría sabía, lo demuestran sus obras.
De Ferrol conocía casi todo. El ferrolano como variante idiomática, acuñada por él, tanto para el mejor castellano que se habla en Galicia, y también del bueno de España, como para un gallego, ya entonces excesivamente contaminado. Ferrolano era su mundo de infancia, de familiares relaciones con la Armada inglesa, con América, con La Habana o Buenos Aires; de proximidades con Inglaterra, Londres… La sociedad gallega de sus obras, el mundo que en ellas domina, tiene además otras importantes y fundamentales procedencias gallegas : Pontevedra, Santiago, O Morrazo.
Ese ferrolano le permitía escribir el mejor castellano con la mejor música, para leer en alto, para escucharlo, como a Valle Inclán, aunque la música de la Ría de don Ramón no es ferrolana. Pero es como las notas de la frontera que Carlos Núñez trajo en su primer disco envueltas en nieblas del otro lado del océano. El músico que puso aire de funeral irlandés en el cementerio de Serantes, cuando tanta gente desde todo el país fuimos a despedir a don Gonzalo. Vino también Saramago, que entró en la iglesia cubierto con una capa. Alto, elegante. Sabiéndose mirado por casi todos, avanzó hasta las primeras filas. Ya había empezado el funeral religioso.
Era una bonita mañana de invierno. Ferrol, para Torrente, además de todo ese mundo, era una ciudad geométrica, trazada racionalmente. Eso nos contó más de una vez.
Escribió al margen de modas e imposiciones, como la del realismo social. El reconocimiento le llegó muy tarde. El Don Juan que cité con entusiasmo en el primer encuentro, como su gran novela, y en eso coincidíamos, nada tenía que ver con la estética dominante. La Saga/fuga entró por ser obra total y porque el mundo de Macondo se había apoderado de España. Frente a la dictadura de las modas, el aplauso social le llegó tarde. Pero llegó, aunque en buena medida se le debiese al éxito en televisión de Los gozos y las sombras y a que el realismo mágico se impuso, vía boom suramericano. Por lo tanto, políticamente aceptable.
De la crítica no creo que estuviese satisfecho. Rafael Conte, en Informaciones y en El País, siempre escribió con entusiasmo de la obra de Torrente. Hay que decirlo por justicia para aquel gran periodista. En su tierra encontró un minoritario pero muy activo frente de rechazo a su condición de escritor gallego. Su herramienta literaria era el castellano. Hasta alguna que otra bofetada me lanzaron a mí por defender la galleguidad de su obra, tal como lector compulsivo de Torrente lo sentía entonces, lo entendí después y lo mantengo ahora. Cómo se le puede negar la condición de gallego conociéndole y leyendo su obra. Él lo arreglaba diciendo que no dominaba el gallego como para escribir novelas. Hablaba y escribía el idioma del país. Y lo defendía. Estaba situado en la vida, más allá de los límites provincianos, como gallego. Hacía inevitablemente la referencia al ferrolano.
Intentó el gallego, parece ser, con la Saga/fuga, a sugerencia de Ramón Piñeiro. Pero no fue posible. Tampoco le dolían prendas para decir que si lograse crear su obra en inglés, lo haría. Por puras razones de mercado. Y hablaba de las tiradas de los libros en EE UU. No creo que lo intentase nunca. Ni con La isla de los jacintos cortados, aunque aquellas estudiantes americanas que él tuvo debían leer español
Tuvo siempre encima la losa del falangismo por su vinculación al grupo de Ridruejo. Se desencantaron bien pronto y marcaron distancias con el régimen. Hay un pasado anarquista y de militancia en el galleguismo. La cuestión falangista era un tema del que no huía: fue una ilusión de juventud a la que agarrarse cuando en aquella España todo se desmoronaba. O hay pruebas contundentes o meter a Torrente en otros fangos de aquella época es una inmoralidad.
Le escuché más de una vez contar su regreso a Galicia desde París, tras el inicio de la Guerra Civil, que le cogió en la capital francesa. La sorpresa de encontrarse a viejos amigos, conocidos personajes, vestidos con camisa y correaje de falangistas. Le oí hablar del ambiente de miedo por la propia vida, de la primacía del sentimiento de supervivencia, de las responsabilidades familiares. Frente a la mancha de su colaboración con el franquismo, fundamentalmente con el llamado grupo Escorial, aparece su distanciamiento temprano, lo que evidencia la ausencia de todo oportunismo. La expresión posterior de ruptura, con firma de manifiestos y solidaridades, tuvo un coste laboral y de silencio. Perdió su empleo de crítico teatral y lo echaron como profesor de una escuela militar en Madrid. Estas y otras razones personales -la falta de éxito como escritor- explican que tomase el camino de Estados Unidos como profesor. Fue justo, en su regreso de nuevo a España, cuando lo encontré en Madrid y lo entrevisté en mis inicios periodísticos, todavía estudiante .
El primer encuentro con don Gonzalo Torrente Ballester fue en el Vips de Princesa, en Madrid. Le esperamos allí Xoán González Millán y yo durante algo más de una hora. Torrente no apareció. De regreso ya a la residencia de los jesuítas en Rosales pasamos por delante de una cafetería en forma de hexágono del hotel Meliá Madrid. Allí, pegado a una cristalera, estaba Torrente leyendo periódicos. «Ya me he leído dos veces el ABC y me disponía a almorzar. Creí que no veníais», nos espetó el escritor como saludo de quien se sentía molesto. Tuve que aclararle que no habíamos quedado allí. Le había propuesto la cafetería Vips, próxima al lugar. No la conocía. Le gustó y pedía una para Vigo. En Vips, al fin, pasamos el tiempo de un aperitivo, la comida y una larga sobremesa, «tres horas largas y las recuerdo como un examen de reválida llevado muy de prisa». Lo contaría él luego en Cuadernos de la Romana, que publicaba los jueves en la última del suplemento de cultura de Informaciones. «Creo que a los diez minutos ya éramos amigos», escribió en la primera entrega de Cuadernos de la Romana (Destino, 1975). Fue un largo y detallado examen de su obra con acompañamientos de estructuralismo, que dominaba; de teología y moral, para el Don Juan; de sexo, como una dominante en la obra y en la vida. A partir de ese día vinieron otras muchas citas en Madrid con el escritor que residía en Vigo y que nos convocaba en sus viajes a la capital. Tuvo el detalle de enviar una invitación a un estudiante, como era yo entonces, para asistir el acto de ingreso en la Real Academia. Demasiada solemnidad y tiros largos para un tímido con melenas.
Todo empezó en el parque del Retiro el día anterior a ese largo encuentro en la cafetería de Princesa. Vi de frente a un señor que podía ser Torrente Ballester en el paseo de la feria del libro. Acababa de regresar de su estancia en los Estados Unidos. Los gozos y las sombras no habían llegado a televisión y la fama y el conocimiento público del escritor eran minoritarios. «Anda coño, uno que me conoce», fue la respuesta cuando le pregunté si era don Gonzalo Torrente. Tras presentarme como estudiante, acordamos la cita del día siguiente.
La primera referencia del escritor ferrolano la encontramos en la revista Destino. Era la carta de un lector catalán que hablaba maravillas de la trilogía de Los gozos y las sombras. La crítica no la había recibido. No había noticias. Y de ahí seguimos con tardes en la biblioteca de Comillas-Canto Blanco, donde iban apareciendo aquellos textos que le vinculaban con el falangismo y también las primeras obras, Javier Mariño, el buen manual de literatura…, o la lectura del Don Juan mientras los jesuítas nos retiraban a La Moraleja para reflexionar. Ya no le llamaban ejercicios de San Ignacio ni sembraban el terror del sufrimiento eterno. Era un placer viajar en aquel silencio por las páginas del Don Juan en un auténtico retiro del mundanal ruido.
Una mañana de verano le acompañé en Santiago a la secretaría de la Universidad. En la hora de la jubilación necesitaba un certificado de sus tiempos de profesor en este centro. El trato en la ventanilla y en la puerta de un despacho -no nos dieron paso- fue de estricta y fría burocracia. Que yo invocase el nombre del escritor no sirvió de nada. Nos fuimos molestos. Él dando algún que otro golpe con el bastón. El malestar lo rompió un grupo de estudiantes que salía de un aula de un curso de verano. Lo rodearon. Nada que ver con el clima que acabábamos de encontrar y que a él no le sorprendió. Entre las estudiantes estaba una joven y guapa Carmen Becerra. Hoy es profesora universitaria y gran experta en la obra de Torrente. Creo que en aquel pasillo se conocieron. Comimos en el Estanco y el postre fue de fresas con azúcar. Las sigo pidiendo así.
Recuerdo perfectamente ese pasaje de los Cuadernos de la Romana. Cuando todo parece hundirse surgen momentos así, en los que uno piensa que no todo está perdido, que te queda algo de memoria y que has hecho algo más en esta vida que cascártela compulsivamente y equivocarte cuando todo venía de cara, y cascártela compulsivamente y equivocarte cuando todo venía de cara, y cascártela compulsivamente y equivocarte cuando todo venía de cara, y cascártela compulsivamente y equivocarte cuando todo venía de cara. Aunque sólo sea haber leído a Torrente.
Un artículo de Calaza que ofrece, cuanto menos, un contrapunto a lo expuesto por Caeiro.
Escrito el 10.02.10 a las 11:45