El resto es perjurio

LISBON


Joven ateniense,
sé fiel a ti mismo
y sé fiel al misterio.
El resto es perjurio
Emily Dickinson

Las vírgenes suicidas fue el primer libro de Jeffrey Eugenides y la primera película de Sofia Coppola. Cinco lindas hermanas rubias se suicidan a lo largo de dos veranos. Una a una, en riguroso orden, con hermosa disciplina germánica. La estampa conduce a una violenta conmoción: la adolescencia que se quiebra temprana. Así debieran ser todas las adolescencias y así debieran ser todos los veranos. La primera de las hermanas, Cecilia, se mata atravesada por los hierros de una verja que está bajo la ventana desde la que se tira. Bonie, Therese, Lux y y Mary Lisbon se suicidan al verano siguiente. Los días largos y extraños, los insectos, los juegos y el misterio. La luz blanca de las tardes y el ruido de una mecedora en el porche. Aquellas melenas rubias atizadas por el viento y sus sonrisas despiezadas en las horas blancas. Las vírgenes suicidas. Vi la película a lo largo de una semana. Una vez y luego otra. Vivía solo y hechizado en un piso vacío que se llenaba de pronto los fines de semana de gente extraña a la que ya no saludaba los lunes. Pero tenía en cama a las hermanas Lisbon suicidándose ante mi asombro, y me preguntaba si habría dejado abierta la nevera o encendido el horno, y al volver ya no estaban: morían muy rápido. Hay un bonito texto de María Castro sobre el libro de Eugenides. En él habla del misterio, del enigma. Una de mis obsesiones recurrentes de los últimos años, lastrada ya aquella imperfección de la juventud y sus cálidos aledaños, es el secreto. Eugenides primero, y Coppola después, empapan de interrogantes los blancos vestidos y las lacias melenas de las jovencísimas hermanas Lisbon. Y cuando después del primer intento de suicidio de Cecilia, el psiquiatra le pregunta: “¿Qué haces tú aquí si todavía no sabes lo mala que es la vida?”, ella contesta: “Está muy claro, doctor, que usted nunca ha sido una niña de trece años”. “La percepción del mundo que tenemos entonces, intensa y absoluta, no se recupera, pero el desconcierto se mantiene”, escribe Castro en la reseña del libro. “El final de las hermanas Lisbon es contemplado, por aquellos que lo vivieron de cerca, como algo terrible, sí, pero no trágico. Quizás porque ellas perdieron el futuro probable, pero conservaron todos los posibles y ellos viven hoy en un futuro que ni siquiera imaginaron y en el que el sitio reservado a la esperanza se ha ido haciendo más y más pequeño”. Las vírgenes suicidas todavía se me aparecen por las noches. Todas esas vidas alineadas en el verano de los jardines y las bicicletas, y sus muertes llameantes convertidas. “Qué hay después de morir”, les pregunto. “Qué hay antes”, me contestan. Joven de Atenas: el resto es perjurio.